El espíritu nacional registra una enorme desconfianza hacia todo lo que esté más allá del ámbito del individuo y la familia. Nunca ha sido tan fuerte como ahora un ánimo disolvente y ácidamente critico a todo lo público y colectivo. Por ello, no sólo el presidente tiene un bajísimo rating de aprobación: también el poder judicial, el congreso, los gobiernos regionales, los sindicatos, las empresas, los medios de comunicación y hasta un otro cualquiera. Nadie confía en nadie.
Los movimientos gremiales no piensan más que en sus propias demandas, los grandes empresarios siguen queriendo mayores ganancias sin ninguna conciencia de país, los medios de prensa no vislumbran más allá de sus ventas del día siguiente, los congresistas están concentrados en la loca idea de ser reelectos y los partidos políticos están hiperfragmentados. Cuando esporádicamente hay movimientos sociales, su nivel de irracionalidad es elevadísimo: la desconfianza en el otro - y también la desconfianza en el propio movimiento - hace que la gente quiera TODO YA. Disculpen aquellos afectados por una generalización injusta; considérense excepciones que no hacen sino confirmar la regla.
Dado el desastre en que se ha convertido el manejo del destino colectivo de nuestro país - algo que también podemos llamar “política” - parece racional y lógico alejarse lo más posible de ese ambiente. Esta actitud puede ser muy racional individualmente, pero es totalmente irracional colectivamente. ¿Acaso no parecemos un bando de lemmings (roedores árticos) dirigiéndose al suicidio en masa, felices porque vamos todos juntos? ¿No son suficientes los espejos de Ecuador y Bolivia para reconocer adónde estamos yendo? ¿Enterrar la cabeza en el sueldo salva a los avestruces?
Es esta contradicción entre la razón individual y la colectiva lo que hace que para participar en política hay que tener una dosis de razón y una dosis de fé. La dosis de razón nos dice que si queremos que mejore nuestro país y el mundo, es necesaria una acción colectiva consciente que es, precisamente, de lo que trata la (buena) política. La dosis de fe nos permite creer que eso es posible a pesar de que la mayoría actúa al revés, dedicándose solo a lo suyo sin importarle el resto, incluyendo a muchos de los dirigentes políticos que se supone deberían actuar al revés.
En el Perú de hoy, para insistir en lo realmente razonable marchando a contracorriente del espíritu prevaleciente, necesitamos una dosis extra de fe. Si esta fe se consiguiera en alguna farmacia, pediría ahora mismo una dosis triple inyectada directamente a la vena. A falta de ella, sólo cabe recordar que esta fe es el único camino distinto al desastre o al exilio. Y contagiarnos un optimismo basado en ver a tantos peruanos y peruanas que, orientados por la sensatez y la fe, buscan un nuevo camino para nuestro país.
Esto es lo que debe exigirse a los dirigentes de nuestro país, ya sean estos políticos, sociales, culturales o económicos: que se pongan a la altura de la necesidad urgente que tenemos de volver a creer. Esto es lo que pedimos, también, a nuestros conciudadan@s, amig@s y familiares: no basta con quejarse de la política, hay que participar en ella. Hay que dar la batalla por la reconquista de la fe.
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